Es ésta
una de las muchas maneras de preparar la carne de este animal tan abundante en
nuestras tierras, porque, si de algo podemos presumir los españoles, es de
conejos. Los fenicios, que llegaron a la Península hace unos tres mil años,
quedaron maravillados al ver la abundancia de estos roedores desconocidos hasta
entonces para ellos, y fue por esta razón por la que llamaron a este país
incógnito is-saphan, que en su lengua
significaba 'tierra de conejos'. De esta denominación anecdótica deriva el
nombre latino Hispania, de donde se formó el actual topónimo España. Prueba de
que este animal es casi un emblema de la Península son las monedas mandadas
acuñar por Adriano y en las que puso como imagen de España la figura de un
conejo.
La
diferencia taxonómica y gustativa entre el conejo del campo y el casero es tan
obvia que salta al gusto. No obstante, pueden darnos gato por liebre desde el
día en que a un desdichado francés se le ocurrió la feliz idea de inocular el
virus de la mixomatosis a un conejo, porque varios congéneres de su especie le
estaban arruinando el huerto. Fue así como sembró una plaga que trascendió las
fronteras del país galo y produjo el desastre ecológico más grave de la
historia hasta la llegada de las locas vacas inglesas.
Un consejo: según dicen, para que la carne de
este animal adquiera su sabor óptimo, hay que dejarla un tiempo para que se
pase un poco; a este proceso los franceses lo llaman faisander. Nuestro refranero es mucho más explícito y claro, pues
dice: El conejo y la perdiz, han de dar
en la nariz.